¿Cuál fue el origen de su vínculo con el mundo funerario y cuáles fueron esas primeras experiencias que la llevaron hacia el camino que recorre hoy?
El origen con el mundo funerario se remonta a mi niñez, allá por los años 80 cuando la muerte de Alberto Olmedo se volvió noticia y de pronto casi todos los hogares argentinos se llenaron de un silencio extraño.
Yo era chica y no comprendía el revuelo mediático, pero sí entendía que el hombre que me hacía reír ya no estaba.
Esa tristeza temprana abrió una grieta que no supe nombrar. Y apenas unos meses después, la muerte decidió instalarse, sin aviso, en mi propia casa. Aquella mañana me despertaron diciendo que no iría al colegio.
Pasé el día entero en casa de una tía, rodeada de murmullos que parecían flotar sin dueño.
Por la noche regresé a mi hogar, donde los vecinos y amigos ocupaban el living con un gesto que mezclaba pena y desconcierto. Mi presencia molestaba, o quizá dolía; me sonreían, me apartaban, me mandaban a la habitación sin explicarme nada.
Tres palabras cargaban el aire, pero nadie podía pronunciarlas: “Murió el abuelo”. Yo ya lo intuía. A los ocho años descubrí que la muerte no sólo duele: también desordena, incomoda, desarma.
Comprendí que se habla demasiado o no se habla en absoluto. Y en ese borde extraño, entre el escándalo y el silencio, algo dentro de mí empezó a buscar un sentido.
En su recorrido personal, ¿qué hechos, personas o momentos considera fundamentales para la construcción de su mirada sobre la muerte, los rituales y el duelo?
El contexto en el que vivimos, con sus costumbres y hábitos, siempre termina imponiéndose.
Les doy un ejemplo: de joven vivía en Caseros y tomaba el colectivo 123 que finaliza su recorrido en Chacarita. En el paredón había unos carteles verdes que decían “Aquí descansan…” y esa frase se convirtió en un mantra.
Hoy esos carteles ya no existen y sólo quedan en la memoria como todo lo que ya no está.
Ya adolescente iba de paseo a sacar fotos, a caminar, y es inevitable pensar: no recuerdo si hay otros momentos en la vida, fuera de los que remiten a la muerte, en los que uno se haga tantas preguntas, porque todo se resignifica: recuerdos, peleas, abrazos.
Preguntas sin respuestas.
¿Quién nos recordará? ¿Cómo?
Si tuviera que definir la motivación íntima que la sostuvo durante todos estos años de investigación y recolección, ¿cuál sería?
La motivación es ser conscientes de nuestra finitud, del tiempo; entender que de un momento a otro todo puede cambiar.
Poner la muerte sobre la mesa es poner la vida ante todo.
No hay dinero ni lujo que pueda competir contra una vida con salud, afectos y alegría: tres pilares indiscutibles a la hora de redefinirnos.
¿Cuántas veces no salimos porque llueve o hace frío? ¿Cuántas no nos reunimos con quienes queremos?
Excusas, tiempo perdido que extrañaremos cuando la parca se nos acerque.
¿En qué proyectos está trabajando actualmente y cuáles son los desafíos más notorios que encuentra hoy en el contexto funerario y cultural argentino?
Este impulso o motivación hoy tiene un nombre: ESPICHART.
Me acerqué a la muerte desde donde pude: desde el arte, la literatura, la música, la historia, la fotografía.
Y cuando las palabras ya no alcanzaron, busqué en los cuerpos y en los rituales una explicación, aunque fuera imposible.
Mi colección nació casi sin querer: primero fueron fotos que yo misma tomaba en los cementerios; después las compré, y como muchos preferían quitárselas de encima, también me las regalaron.
Armé una biblioteca, un archivo, un refugio que no tenía otro propósito más que entender.
La colección hoy guarda manuscritos, testamentos antiguos —uno de 1570—, cientos de fotografías de velorios y entierros, retratos post mortem, publicidades, estampitas, honras fúnebres, portadas de diarios y hasta imágenes originales de los velorios de Perón e Illia.
También objetos únicos, como un mármol con el poema “La Recoleta”, de Borges, o una de las escasas réplicas del mausoleo que Barón Biza construyó para Miryam Stefford, historia que por sí sola podría ser un libro.
En 2018, la Fundación adquirió la biblioteca de una rama de la familia Urquiza. Allí, Washington Pereyra —entonces presidente— me dijo: “Tengo algo para vos”. Ese “algo” era un universo entero: la historia de Luz María Velloso, la Dama de Blanco.
Murió siendo muy pequeña, y su padre, el dramaturgo Enrique García Velloso, dedicó el resto de su vida a impedir que su hija fuera olvidada.
El archivo es conmovedor: cartas de Marcelo T. de Alvear, de Alfredo Palacios, decenas de fotografías, recuerdos íntimos… incluso los bucles de Luz, guardados con un cuidado que atraviesa el tiempo.
Pudo dispersarse en un remate. Pudo perderse. Pero no.
Hoy está aquí. Y es de todos.
El desafío es hablar de la muerte, de lo que más nos toca: del amor, del tiempo, del miedo, del dolor, del recuerdo.
De aquello que nos sostiene cuando todo parece derrumbarse.
¿Cuál considera que es su principal aporte al sector?
Mi aporte desde ESPICHART es abrir una conversación que siempre se inicia pero queda pendiente: una mirada humana y respetuosa que nos dé herramientas para afrontar duelos, para aceptar nuestra finitud y para valorar el trabajo silencioso de quienes deben contener, acompañar y sostener en los momentos más difíciles.
¿Qué cambios observa en cómo la sociedad argentina se relaciona con la muerte hoy?
La muerte no es ajena a los cambios que transitamos en otras áreas de nuestra vida por más que intentemos apartarla con velocidad.
Hay crisis en todas las instituciones que repercuten a la hora de afrontar la muerte de un ser querido; una de ellas es la Iglesia, sostén de la fe.
Hay nuevas formas de ritualidad: esto se nota en cómo se modificaron los tiempos que dedicamos a despedir.
No es lo mismo transitar ese momento que no hacerlo.
Hay que despedir en compañía; ya bastante individualismo soportamos.
¿Cómo imagina la evolución del sector funerario en los próximos años?
A mí me gustaría que el sector busque la manera de decirle a la sociedad lo importante que es el momento de la despedida.
El abrazo, la presencia de vecinos, compañeros de trabajo, afectos de toda la vida.
¿Por qué no recordar anécdotas, escuchar nuestras canciones?
Los formatos digitales hoy son muy útiles.
Quien no quisiera que ese adiós tenga la misma impronta que tuvimos cada uno en vida.
La necesidad de la expresión simbólica siempre va a existir.
Hay que reinventarse. Despedir es un rasgo de la humanidad.
¿Qué debería mejorar nuestra sociedad para lograr un acompañamiento más humano?
Estoy convencida de que el diálogo es el camino.
No hay mucha información para abordar todo lo que rodea a la muerte; poco se habla en las escuelas, y no en todos los centros de salud hay profesionales preparados.
Sigue siendo un tabú.
Tal vez la información no sea clara, y por eso se generó distancia entre los ritos, las costumbres y nuestro presente.
No podemos olvidar que, en nuestra etapa evolutiva, con el primer enterramiento cambió la historia.
¿Qué mensaje daría a las nuevas generaciones?
El que entiende sobre la muerte, entiende sobre la vida.
A las nuevas generaciones que se suman al sector hay que recibirlas entendiendo que vienen de un nuevo mundo, con otra forma de ver y analizar las cosas.
Pero eso no es impedimento para recordarles nuestras tradiciones, nuestro entramado cultural-social y lo importante del rol de la familia y los amigos en el sostén emocional.
La formación técnica tiene que ir a la par de la sensibilidad para entender el dolor y brindar las palabras precisas en el momento indicado.
¿Qué valor le asigna al trabajo que desarrolla CAMESE?
Conozco a CAMESE hace muchos años porque estudié con Ricardo Péculo y Daniel Carunchio; allí conocí el detrás de escena de cómo se forman los profesionales y el lado “menos romántico” de la muerte.
Puedo afirmar que el compromiso sostenido, silencioso y casi oculto —en un ámbito que requiere sensibilidad y profesionalismo— es contundente.
La regulación del sector, la capacitación y el acompañamiento continúan ofreciendo contención y calidad, reafirmando el rol fundamental del entramado funerario nacional.
La tarea de CAMESE fortalece al sector porque contribuye a preservar el valor simbólico y social de la
despedida y a sostener los vínculos como pilares de nuestra comunidad





